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atormentada y feliz, soñadora y dolorosa, como
si estuviera en comunicación directa con esa región inalcanzable
donde habitan los monstruos de la música y cuyo lenguaje,
aterrador y grandioso, tradujera en estos momentos, robándoselos a
su descuido igual que Prometeo, igual que un
Prometeo desencadenado.
Entrecierra los ojos, escuchando algo que los demás no podemos
oír, y su rostro se ilumina, se apaga, resplandece, sufre
inimaginablemente. Sufre: ahí está su verdad, en el sufrimiento de ese goce
que deberá pagar dejándose devorar las entrañas todos los días, a
cada hora, a cada minuto de todas las horas.
No es mi
hermano; tampoco es Silvestre: no es nadie que tenga nombre y apellido,
es un ser anónimo, es el hombre anónimo que a nombre de los hombres
traspone la frontera prohibida y desde ahí trasmite sus señales,
esas que apenas nos es dado comprender, pero que nos inundan y
estremecen de agradecimiento y misericordia.
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Ha perdido el nombre y ya no podemos clasificarlo sino con aquellas
palabras de García Lorca que parecían destinadas al mismo
Silvestre, en espera de que se le identificase alguna vez, el día de su
resurrección, en el Valle de Josafat de los ángeles demoniacos, ésos
para los que no hay repuso en sagrado, ni reposo de ninguna especie:
es un pulso herido. Esto es tan sólo Silvestre, a eso se
reduce su abrumadora soledad, a ser "un pulso herido que ronda las
cosas que están al otro lado".
Porque cuando hace música
desaparece, se nos escapa, se entrega a los monstruos contra los que
combate, y es ahí cuando formula esa contraseña de la entrega, la
contraseña de los que esperan el pelotón de los fusilamientos:
estoy dado, que son las palabras que Silvestre siente y dice
cuando dirige, cuando toca, cuando compone. Está dado, nació
dado Para crucificarse en la música y que ésta lo aniquile y reparta
entre todos la carne y la sangre de su donación total, de su
apasionada entrega.
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