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encuentro, con una suerte de indiferencia monstruosa en la
que parece no importarme el propio Silvestre. Es como si mi
persona se hubiera partido en dos, y esta mitad donde me
encuentro, no experimentara nada, ninguna pena, ningún dolor,
ningún abatimiento, anulada por una especie de turbia
anestesia, y cuando mucho, apenas le alcanzara la voluntad
para formularse la única sensación posible: la de no poder,
no poder. Luego está la maldita falta de dinero, del maldito
dinero.

Salgo a la calle, aviso a mis hermanas por teléfono, consigo
una bolsa de oxígeno y luego me encuentro con Cortés Tamayo,
quien me acompaña en mis gestiones, solícito y fraternal.
Días antes me había regalado unos zapatos, y hoy me entrega
algún dinero.

Después, cuando regreso, ya no quiero separarme de
Silvestre. Ahora sé que va a morir en el momento menos
pensado. Mis hermanas van llegando una a una, Cuca, María,
Rosaura, Emilia, Consuelo, también la prima Margarita, todas
ya con los ojos enrojecidos por el llanto. Silvestre va a



 

morir, va a morir, parecemos decirnos todos en silencio,
aturdidos, como si alguien nos hubiera dado un golpe en la
cabeza. ¿Pero qué se puede hacer? ¿Qué podemos hacer?

Ángela, Consuelo, y yo, estamos solos con Silvestre, en la
habitación.

Apenas pasan unos cuántos minutos de las doce de la noche:
ha comenzado el cinco de octubre.

En apariencia Silvestre duerme pesadamente, pero su
respiración, desde hace un rato, se ha convertido en estertor.

Lo miro largamente, con un gran amor infeliz de pronto abre
los ojos y los clava sobre mí. Pero es una mirada terrible,
acusadora, airada, en la que me reclama, en la que me pide
cuentas; la mirada iracunda y llena de colérico estupor que
se dirige a un desconocido, a un intruso, a un asaltante que
viola la muerte que no le pertenece. No es que Silvestre me
desconozca en este momento supremo sino que la muerte lo hace

 
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