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Silvestre está en su casa, tendido de costado, con las dos
manos juntas, palma contra palma, debajo de las mejillas, en
la actitud de esos angelitos de barro cocido a los que el
humilde material de que están hechos parece darles mayor
inocencia todavía de la que tienen.

Silvestre también tiene este aire de inocencia. Aunque no;
debe sufrir demasiado, respira agitadamente, con dificultad,
y se queja a intervalos, con roncos gemidos guturales.

Me siento en la cama, junto a él, y lo miro largos
instantes, dándome cuenta que la impotencia y el pesar me han
estupidizado, sin que se me ocurra nada de lo que pueda
hacerse.

Silvestre abre los ojos y al reconocerme toma una de mis
manos entre las suyas, la estrecha contra su corazón con un
temblor convulso, y luego se la lleva a los labios para
besarla. Esto me desgarra por dentro y una ola de sollozos me
sube a la garganta: "¿Qué hacer, qué hacer?", me repito sin
moverme y, por obra del clímax de angustia en que me



 

encuentro, con una suerte de indiferencia monstruosa en la
que parece no importarme el propio Silvestre. Es como si mi
persona se hubiera partido en dos, y esta mitad donde me
encuentro, no experimentara nada, ninguna pena, ningún dolor,
ningún abatimiento, anulada por una especie de turbia
anestesia, y cuando mucho, apenas le alcanzara la voluntad
para formularse la única sensación posible: la de no poder,
no poder. Luego está la maldita falta de dinero, del maldito
dinero.

Salgo a la calle, aviso a mis hermanas por teléfono, consigo
una bolsa de oxígeno y luego me encuentro con Cortés Tamayo,
quien me acompaña en mis gestiones, solícito y fraternal.
Días antes me había regalado unos zapatos, y hoy me entrega
algún dinero.

Después, cuando regreso, ya no quiero separarme de
Silvestre. Ahora sé que va a morir en el momento menos
pensado. Mis hermanas van llegando una a una, Cuca, María,
Rosaura, Emilia, Consuelo, también la prima Margarita, todas
ya con los ojos enrojecidos por el llanto. Silvestre va a

 
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