encuentro, con una
suerte de indiferencia monstruosa en la
que parece no importarme el
propio Silvestre. Es como si mi
persona se hubiera partido en dos, y
esta mitad donde me
encuentro, no experimentara nada, ninguna
pena, ningún dolor,
ningún abatimiento, anulada por una especie de
turbia
anestesia, y cuando mucho, apenas le alcanzara la
voluntad
para formularse la única sensación posible: la de no poder,
no
poder. Luego está la maldita falta de dinero, del
maldito
dinero.
Salgo a la calle, aviso a mis hermanas por teléfono, consigo
una
bolsa de oxígeno y luego me encuentro con Cortés Tamayo,
quien me
acompaña en mis gestiones, solícito y fraternal.
Días antes me
había regalado unos zapatos, y hoy me entrega
algún
dinero.
Después, cuando regreso, ya no quiero separarme de
Silvestre. Ahora
sé que va a morir en el momento menos
pensado. Mis hermanas van
llegando una a una, Cuca, María,
Rosaura, Emilia, Consuelo, también la
prima Margarita, todas
ya con los ojos enrojecidos por el llanto.
Silvestre va a