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Es la víspera.

Amanece el día cuatro de octubre y la claridad blanca y
sucia del día, atrás de los vidrios de la ventana, contrasta
con la luz artificial de mi cuarto, donde, inclinado sobre el
escritorio, termino mi primera novela: Los muros de agua. He
trabajado toda la noche y esto es la culminación de meses
enteros de un esfuerzo casi ininterrumpido. Me siento feliz y
me regocija la idea de que en muy breve tiempo iré a la casa
de Silvestre -vive a la vuelta de donde yo vivo-, para
mostrarle mi novela. Recibiré de él las severas, rigurosas
críticas de costumbre, pero esto no es obstáculo para que
deje de sentirme tontamente orgulloso entre la obra
terminada, sobre cuya última página escribo, en virtud de una
reminiscencia de mis composiciones escolares, la palabra fin.

Llaman a la puerta y al abrir me encuentro ahí a Ángela, el
aire lleno de fatiga, los ojos hinchados de no dormir.
"Silvestre está retemalo", me dice únicamente, y sin más
averiguación nos lanzamos a casa de mi hermano.



 

Silvestre está en su casa, tendido de costado, con las dos
manos juntas, palma contra palma, debajo de las mejillas, en
la actitud de esos angelitos de barro cocido a los que el
humilde material de que están hechos parece darles mayor
inocencia todavía de la que tienen.

Silvestre también tiene este aire de inocencia. Aunque no;
debe sufrir demasiado, respira agitadamente, con dificultad,
y se queja a intervalos, con roncos gemidos guturales.

Me siento en la cama, junto a él, y lo miro largos
instantes, dándome cuenta que la impotencia y el pesar me han
estupidizado, sin que se me ocurra nada de lo que pueda
hacerse.

Silvestre abre los ojos y al reconocerme toma una de mis
manos entre las suyas, la estrecha contra su corazón con un
temblor convulso, y luego se la lleva a los labios para
besarla. Esto me desgarra por dentro y una ola de sollozos me
sube a la garganta: "¿Qué hacer, qué hacer?", me repito sin
moverme y, por obra del clímax de angustia en que me

 
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