Silvestre está en su casa,
tendido de costado, con las dos
manos juntas, palma contra palma, debajo
de las mejillas, en
la actitud de esos angelitos de barro cocido a
los que el
humilde material de que están hechos parece darles
mayor
inocencia todavía de la que tienen.
Silvestre también
tiene este aire de inocencia. Aunque no;
debe sufrir demasiado,
respira agitadamente, con dificultad,
y se queja a intervalos, con roncos
gemidos guturales.
Me siento en la cama, junto a él, y lo
miro largos
instantes, dándome cuenta que la impotencia y el pesar me
han
estupidizado, sin que se me ocurra nada de lo que
pueda
hacerse.
Silvestre abre los ojos y al reconocerme toma una de
mis
manos entre las suyas, la estrecha contra su corazón con
un
temblor convulso, y luego se la lleva a los labios para
besarla. Esto
me desgarra por dentro y una ola de sollozos me
sube a la
garganta: "¿Qué hacer, qué hacer?", me repito sin
moverme y, por obra del
clímax de angustia en que me