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El crepúsculo difunde en el jardín una luz suave y
temblorosa, pero de una melancolía tan lastimera, que llega
hasta lo lacerante. Silvestre tiene los ojos prendidos de esa
luz, mientras inmóvil desde el sillón donde se encuentra,
mira a través de los cristales de la ventana hacia el jardín,
con una tristeza desolada y un irremediable abatimiento.
Rosaura y yo nos cambiamos un mudo signo de preocupación, de
pena.

Silvestre suspira. "Sólo diez años más -dice en una voz muy
queda y misteriosa-, sólo quiero vivir diez años más, para
hacer lo que me falta..."

Algo dice Rosaura, con fingido desenfado, para dar
seguridades y confianza a Silvestre, pero lo hace insegura,
asaltada también por un presentimiento inexplicable. Creo que
todos tenemos ganas de llorar.

Bien. No fueron diez años ni diez meses. En octubre de ese
mismo año, Silvestre moría.



 

Es la víspera.

Amanece el día cuatro de octubre y la claridad blanca y
sucia del día, atrás de los vidrios de la ventana, contrasta
con la luz artificial de mi cuarto, donde, inclinado sobre el
escritorio, termino mi primera novela: Los muros de agua. He
trabajado toda la noche y esto es la culminación de meses
enteros de un esfuerzo casi ininterrumpido. Me siento feliz y
me regocija la idea de que en muy breve tiempo iré a la casa
de Silvestre -vive a la vuelta de donde yo vivo-, para
mostrarle mi novela. Recibiré de él las severas, rigurosas
críticas de costumbre, pero esto no es obstáculo para que
deje de sentirme tontamente orgulloso entre la obra
terminada, sobre cuya última página escribo, en virtud de una
reminiscencia de mis composiciones escolares, la palabra fin.

Llaman a la puerta y al abrir me encuentro ahí a Ángela, el
aire lleno de fatiga, los ojos hinchados de no dormir.
"Silvestre está retemalo", me dice únicamente, y sin más
averiguación nos lanzamos a casa de mi hermano.

 
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