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resistir los más crueles embates. Silvestre se ha limitado en
la vida -y no por eso es menos bella y grandiosa su tarea-, a
mantener los ojos siempre abiertos de consternación, para que
miren todas las desdichas y todas las venturas, todas las
ignominias y todas las grandezas, pero el relámpago negro de
la derrota española es algo más de lo que puede soportar, y
ahora aparece la amenaza de que su luz siniestra ciegue esos
ojos, que ya han padecido a tal extremo el dolor de los
hombres. Desde este día los silencios de Silvestre se hacen
cada vez más largos...

Me ha parecido oírlo balbucir, deshilvanadamente, como para
sí mismo tan sólo, fragmentos aislados de ese tenebroso
poema, que tanto ama y tanto le duele de César Vallejo:

Si cae España, digo, es un decir...
¡Niños, cuánto dejaréis de crecer...!

Esto sucede una tarde de domingo y estamos en casa de mi
hermana Rosaura.



 

El crepúsculo difunde en el jardín una luz suave y
temblorosa, pero de una melancolía tan lastimera, que llega
hasta lo lacerante. Silvestre tiene los ojos prendidos de esa
luz, mientras inmóvil desde el sillón donde se encuentra,
mira a través de los cristales de la ventana hacia el jardín,
con una tristeza desolada y un irremediable abatimiento.
Rosaura y yo nos cambiamos un mudo signo de preocupación, de
pena.

Silvestre suspira. "Sólo diez años más -dice en una voz muy
queda y misteriosa-, sólo quiero vivir diez años más, para
hacer lo que me falta..."

Algo dice Rosaura, con fingido desenfado, para dar
seguridades y confianza a Silvestre, pero lo hace insegura,
asaltada también por un presentimiento inexplicable. Creo que
todos tenemos ganas de llorar.

Bien. No fueron diez años ni diez meses. En octubre de ese
mismo año, Silvestre moría.

 
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