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consumar al hombre, para libertarlo y restituirlo en su más
alta y sagrada dignidad.

Mas cae España: se dice en pocas palabras.

Sin embargo, Silvestre no podrá recuperarse del infinito
dolor que esto le causa. Ha perdido hijos, ha perdido
hermanos, ha perdido a su madre, pero jamás pensó perder a
España. Sólo le es posible comprenderlo con el entendimiento
con que está acostumbrado a entender las cosas, que es el
entendimiento de la sensibilidad, ése que no puede menos, a
despecho de todo, que predominar en un artista, y se niega a
aceptar que así deban ser los hechos. Puede entender el
problema políticamente, se lo puede explicar desde todos los
puntos de vista y con todas las razones lógicas, pero su alma
no está conforme, su corazón no accede a resignarse, y lo
peor, a encontrar las fuerzas nuevas con las cuales nutrirse
y alimentar de nuevo la esperanza.

Silvestre no es un político, no se ha construido en esa
militancia que endurece y templa el espíritu, y lo hace



 

resistir los más crueles embates. Silvestre se ha limitado en
la vida -y no por eso es menos bella y grandiosa su tarea-, a
mantener los ojos siempre abiertos de consternación, para que
miren todas las desdichas y todas las venturas, todas las
ignominias y todas las grandezas, pero el relámpago negro de
la derrota española es algo más de lo que puede soportar, y
ahora aparece la amenaza de que su luz siniestra ciegue esos
ojos, que ya han padecido a tal extremo el dolor de los
hombres. Desde este día los silencios de Silvestre se hacen
cada vez más largos...

Me ha parecido oírlo balbucir, deshilvanadamente, como para
sí mismo tan sólo, fragmentos aislados de ese tenebroso
poema, que tanto ama y tanto le duele de César Vallejo:

Si cae España, digo, es un decir...
¡Niños, cuánto dejaréis de crecer...!

Esto sucede una tarde de domingo y estamos en casa de mi
hermana Rosaura.

 
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