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detenerse Silvestre en una consideración tan mezquina, tan
ruin y ajena a sus principios. ¡Eran sus manos, sus manos,
precisamente su "instrumento" musical, su instrumento natural
e inalienable de la música! ¿Qué es lo que hace entonces? Se
cruza de brazos, las oculta en las axilas, y sin resistencia
alguna, con una humildad que no tiene nombre, con una lucidez
enloquecida y tremenda, ofrece su rostro a las infames
cuchilladas de sus agresores.

Éste es el relato que conozco. Lo de menos, repito, es que
sea verdadero. Los sucesos que acontecen a los hombres
siempre son a imagen y semejanza de los hombres mismos, y
esta narración se aviene en un todo con la integridad moral
de Silvestre como artista. Quedémonos entonces con ella como
cierta, porque llegará a ser verdad, aun a fuerza de tratarse
tal vez de una mentira, tan sólo porque así debió por fuerza
de ocurrir. Mas si fue de otra manera, será porque los hados
traicionaron el texto que estaba escrito en el drama.

En los últimos tiempos Silvestre callaba mucho, taciturno,



 

víctima de atroz melancolía. Esto había comenzado después de
la derrota de España.

Era natural, Silvestre había vivido junto al inmenso, junto
al grande pueblo español los momentos más bellos, más
profundos de su vida. Cuando estuvo en España, intentó
quedarse en el batallón del coronel mexicano Juan B. Gómez,
al frente de la pequeña, anónima banda militar, en las mismas
líneas de fuego. Hubo que disuadirlo con toda clase de
esfuerzos y razones, pero Silvestre se dolía siempre de no
haber logrado su empeño.

España era la verdad, la verdad de la lucha, de la esperanza
humana. Y aquellos hombres, aquellos combatientes -los
combatientes de España entera, de la España iluminada y
magnífica-, eran los hombres de ese mundo, la nostalgia de
cuya existencia atormentaba a Silvestre desde niño. Pero por
fin le había sido dado contemplar el futuro, por fin había
podido convencerse de que no estaba solo y que desde cada uno
de los rincones de la tierra hay un destino que avanza para

 
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