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Sus cartas de la adolescencia son tiernamente conmovedoras en
este sentido, y tienen, por otra parte, cierto rasgo singular que
seguirá siendo la característica de determinada correspondencia suya
hasta los días más próximos a su muerte: no están escritas
precisamente para quien se destinan, ni para que este destinatario las
comprenda del todo. Son más bien una especie de soliloquio, una
propensión de Silvestre por hablar a solas y por confiar sus anhelos, a
un deliberado vacío, a esas personas -amadas, queridas hasta las
lágrimas, sin excluir a su mujer, de esto no hay duda-, que
tomarán siempre con mucha calma sus románticas confidencias, sin alarmas
ni sobresaltos convencidas, en todo caso, de que no presagian
ningún peligro y son fruto, a lo más, de un ánimo exaltado y una
imaginación ardiente. He aquí, por ejemplo, el fragmento de una carta
dirigida a mi madre, que Silvestre escribe a los dieciséis años, cuando
estudiaba música aquí en la ciudad de México: [...]
Muchas veces al caer de estas tardes invernales me voy a Chapultepec,
y bajo este cielo nublado, me pongo a soñar ¡mi sueño eterno de
amor, de poesía! y al volver a la
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realidad, al ver
mis sueños desbaratados, me dan ganas de llorar, de morirme...
¡Perdóname!, mamacita, perdóname, son locuras, locuras que sólo a
ustedes, comunico, porque sólo ustedes me comprenden, los demás se
reirían y, ¿sabes?, siento a veces desprecio por el mundo imbécil, pero
después me digo, ¿tiene el mundo la culpa de no ser loco,
también, como yo...?
Ésta es la carta clásica del adolescente que
empieza a sentir ya esa que lo separa del mundo. Pero ¿en
realidad estas confidencias están dirigidas a mi madre, u obedecen, mejor,
a una imperiosa necesidad de expresarse, de escucharse a sí mismo
en voz alta, y con esto dar forma objetiva al sufrimiento, o si se
quiere, gozarse en que se sufre más de lo que se había pensado? Es
muy posible que se trate más bien de lo segundo, y así lo inducen a
conjeturar otras cartas de la misma época, en una de las cuales
Silvestre llega a calificarse, con entonación desesperada, como "un
pobre hombre, cuyo mayor mal, es y será soñar con otra vida que
no existe".
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