Mi madre nos
contaba que cuando ella era joven, se le iban
insensibles las horas,
perdida en sus sueños, contemplando
las hermosas montañas de San
Andrés de la Sierra, el pueblo
donde había nacido. Ante la vista
impresionante de aquel
paisaje -que ella nos descubría con tal viveza
poética y tal
aliento amoroso-, el mayor anhelo de su vida, decía,
se
cifraba en llegar a tener, cuando se casara, un hijo
músico,
otro pintor...
En efecto, de ella, de ese entrañable cuerpo de
mi madre,
estaban destinados a nacer ese músico, ese pintor. ¿Por
qué
los hechos poéticos no han de ser, también hechos
biológicos?
Acaso el misterio último de la poesía se encuentre en la
recóndita
vibración de alguna célula, cuyos anhelantes
estremecimientos, a
fuerza de integrarse y hermanarse con
otros, a fuerza de buscarse a
través del amoroso calor de las
tinieblas orgánicas, terminen
articulándose en palabra.
¿Qué voces hablaban a través de los
sueños de mi madre, qué
misteriosos elementos terrestres de su cuerpo le
llevaban
hasta la mente el anhelo monstruoso de tener un hijo
músico,