solitarios, los únicos que se saben lanzar a la verdadera, a
la
espantosa y enaltecedora rebelión del espíritu.
El precio que se cobraba
el genio de Silvestre era arrojarlo
a la sima de esa lucha, al
centro mismo de su violencia, en
medio de los demonios, incitándolo a
que los retara, a
dejarse abrasar por su fuego y vivir entonces la
inminencia
total de los riesgos, en el punto exacto donde e comienza
la
frontera entre "la destrucción y el caos", y lo que está
de
este lado, acá en el mundo de nuestras pequeñas zozobras,
de
nuestras dóciles desesperaciones y nuestros asépticos pecados.
Ya me
parece oír la voz de los fariseos, señalando con su
índice de
fuego, de fuego artificial y fatuo: "¡Todo eso no
es sino para
justificar los vicios de Silvestre! ¿De qué le
servía su genio si bebía, si
era un borracho que frustraba su
vida y su obra, hundiéndose en el
alcohol? ¡Mírenlo ahí en
las tabernas, con el espíritu roto!
¡Mírenlo por las calles,
grotesco y risible como un rey de burlas!"
Debo hacer un esfuerzo para que la rabia no me impida
hablar.
¡Qué consuelo tan grande para los fariseos, para los