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solitarios, los únicos que se saben lanzar a la verdadera, a
la espantosa y enaltecedora rebelión del espíritu.
El precio que se cobraba el genio de Silvestre era arrojarlo
a la sima de esa lucha, al centro mismo de su violencia, en
medio de los demonios, incitándolo a que los retara, a
dejarse abrasar por su fuego y vivir entonces la inminencia
total de los riesgos, en el punto exacto donde e comienza la
frontera entre "la destrucción y el caos", y lo que está de
este lado, acá en el mundo de nuestras pequeñas zozobras, de
nuestras dóciles desesperaciones y nuestros asépticos pecados.

Ya me parece oír la voz de los fariseos, señalando con su
índice de fuego, de fuego artificial y fatuo: "¡Todo eso no
es sino para justificar los vicios de Silvestre! ¿De qué le
servía su genio si bebía, si era un borracho que frustraba su
vida y su obra, hundiéndose en el alcohol? ¡Mírenlo ahí en
las tabernas, con el espíritu roto! ¡Mírenlo por las calles,
grotesco y risible como un rey de burlas!"

Debo hacer un esfuerzo para que la rabia no me impida
hablar. ¡Qué consuelo tan grande para los fariseos, para los



 

resentidos, para los mediocres, para los canallas, el que
Silvestre bebiera! ¡Con qué fruición, con qué turbio placer,
con qué cascabeleante alegría apuntan su dedo hacia el
culpable!

Sí, amables señores; sí, abominables fariseos; sí,
impecables y correctos canallas:
Silvestre bebía. No quiero callarlo, ni correr sobre esto un
velo de silencio cobarde.

¿Por qué has derramado la vida. Por qué has vertido
en cada copa tu sangre, por qué has buscado
como un ángel ciego, golpeándose contra las puertas oscuras?

Así lo preguntaba ya, al pie de su tumba, con estas palabras
de metal entrañable y amoroso, la grande y sobrecogida voz de
Pablo Neruda, ese otro hermano mayor. Silvestre bebía, sí,
¿Pero por qué? ¿Por qué? ¿Por qué se golpeaba contra esos
muros infinitos y se dejaba caer en ese abismo de amargura,
hasta escocerse los ojos con el alcohol bendito y homicida?

 
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