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concreto, dirigiese esa maldad en contra suya. ¿Por qué
habría de ser así? Para él era sencillamente increíble.

En la misma forma, como si esto fuera un delito contra todos
los demás, Silvestre no se estacionaba en el sufrimiento de
sus problemas "privados". Digo, debió sufrir de un modo
espantoso por ellos, y yo pude verlo a la muerte de nuestra
madre, desgarrado y bárbaro, como también en otras ocasiones.

Quiero decir, había además en él otro sufrimiento sin
tregua, un dolor impersonal y genérico, que no acierto a
formular con exactitud, pero que es como esa móvil desazón,
esa nostalgia sin descanso que padecen los ángeles caídos,
que en Silvestre era la nostalgia, no de un paraíso perdido,
sino del paraíso no encontrado, la nostalgia del futuro, del
tiempo por venir, y que se mezclaba con esa lucha, torturante
y vencedora, entre la duda y la fe, el desconcierto y la
esperanza, la fatiga y el impulso, en la guerra del espíritu,
lúcida y desnuda, que todo hombre completo libra y sabe
librar siempre a lo largo de su existencia.



 

Por eso Silvestre, con dolorida y ardiente sumisión,
aceptaba su genio como una fatalidad esperanzada y sombría,
donde estaba llamado a consumirse, a quemarse, a naufragar.
En su bella y tenebrosa tarea, así, no hay sitio para el ruin
engreimiento de los hombres que pacen en la llanura: él está
en la montaña, tristemente abandonado, crucificándose a cada
instante sobre los brazos de la cruz que lleva dentro, y sabe
entonces que no puede desfallecer, que está condenado a no
desfallecer, sin que se le ofrezca tampoco, así sea en los
peores y más crueles instantes, ningún otro aliento que aquél
de que pueda nutrirse en el desaliento de su propio infierno.

Silvestre sabía que ésta era la sentencia que aceptaba en su
contra. La sentencia incompartible, aun más, incomunicable;
ésa que no se puede decir a los otros, que no se conlleva con
nadie, que no se puede proclamar, y ha de padecerse a solas,
encerrado dentro de la propia habitación hermética del alma,
como envuelto por una sustancial y sedienta llamarada.

Era éste el ascender a los infiernos, donde son arrojados,
hacia el cielo, los ángeles caídos, esos ángeles intrépidos y

 
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