profesionales de a modestia, quienes en fin de cuentas, no
aspiran a mejor
cosa que ser bien utilizados -y retribuidos-,
por los intrigantes y
arribistas, que en ellos encuentran
siempre su mejor
apoyo.
En la vida y actitud enteras de Silvestre no hay nada que
indique
la menor inclinación hacia esta, ni ninguna otra,
falsa o verdadera
modestia, palabra ya tan deplorable -y
sospechosa-, desde el
momento en que se enuncia. Silvestre no
descendía a ser modesto. Era, con
radical, agresiva
inmodestia -pero con la más genuina
legitimidad-, un espíritu
sagrado, humildemente orgulloso, sin vanidades de
ninguna
especie, atormentado en el fondo por cierta
turbadora
consternación ante la culpa de saberse dueño de excepcionales
dotes
creadoras, mas sin asombrarse por el hecho de tenerlas.
No le
asombraba este hecho. Quizá tan sólo, simplemente, le
dolía.
Tenía
una conciencia muy precisa, una noción muy exacta, que
aceptaba
con tranquila naturalidad, aunque en cierto modo con
algo
resignadamente triste y al mismo tiempo lleno de