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profesionales de a modestia, quienes en fin de cuentas, no
aspiran a mejor cosa que ser bien utilizados -y retribuidos-,
por los intrigantes y arribistas, que en ellos encuentran
siempre su mejor apoyo.

En la vida y actitud enteras de Silvestre no hay nada que
indique la menor inclinación hacia esta, ni ninguna otra,
falsa o verdadera modestia, palabra ya tan deplorable -y
sospechosa-, desde el momento en que se enuncia. Silvestre no
descendía a ser modesto. Era, con radical, agresiva
inmodestia -pero con la más genuina legitimidad-, un espíritu
sagrado, humildemente orgulloso, sin vanidades de ninguna
especie, atormentado en el fondo por cierta turbadora
consternación ante la culpa de saberse dueño de excepcionales
dotes creadoras, mas sin asombrarse por el hecho de tenerlas.
No le asombraba este hecho. Quizá tan sólo, simplemente, le
dolía.

Tenía una conciencia muy precisa, una noción muy exacta, que
aceptaba con tranquila naturalidad, aunque en cierto modo con
algo resignadamente triste y al mismo tiempo lleno de



 

aprensiva inquietud, de su extraordinario talento, o para
decirlo de una vez con franqueza, de su genio.
Pero, repito: no se asombraba de tener genio. Más bien
parecía querer llevarse el índice a los labios, en señal de
pedir un silencio cómplice, a fin de que nadie se lo dijera,
con una suerte de miedo a que cualquier testimonio, exterior
a su propia persona, le confirmara la existencia dentro de su
espíritu de esa cosa amenazante, seductora y terrible.

Por eso junto a la alegría tan terrenal, tan inmediata, de
su manera de ser, su dolor, en cambio, no era de este mundo.
Estaba traspuesto más allá de cosas cercanas situado en el
espacio distante de una atmósfera desquiciadora y
desesperanzada, más real y con mucha mayor existencia que el
dolor privado, puramente doméstico, biográfico, de todos los
días.

De aquí el que no pudiera aceptar la existencia de la maldad
concreta que constituyen las envidias y los rencores
cotidianos; ni menos aún aceptar que alguien, de igual modo

 
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