Es así como conocí a
Silvestre Revueltas, como únicamente
podía conocérsele,
in fraganti,
con las manos en la masa, en
pleno delito de robarse el fuego.
Recuerdo que todavía lo
examiné durante breves instantes, pero que
después no me fue
posible nada más, y tuve que sucumbir, abandonado en
el
centro mismo de un mundo ilímite y dulcemente atroz,
sin
darme cuenta ya de lo que me rodeaba.
Había terminado el ensayo
y sólo me apercibí de ello al ver
que Silvestre cruzaba el foro,
entre los atriles vacíos, para
saludarme, lo que hizo con una
expresión a la vez curiosa e
inquieta ante mi entontecida
perplejidad.
Veo a Silvestre como ese ser humano prodigioso que era,
como
ese hombre director, personal, viviente, amigo,
camarada,
hermano, que tocábamos, que sentíamos, infantil, tierno,
lleno de
júbilo, enardecido por la alegría de vivir, sin
conceder sombras a la
vida, sin creer en esas sombras,
transparente como un niño, con una
candidez interior tan
inmaculada como si casi no concibiera la
existencia de la
maldad.