Foro Virtual Silvestre Revueltas
   
 
 
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ruidosas; era un solitario y un hosco defensor de su soledad.
Pero después de aquellas temporadas de orden absoluto y
exasperante (el mismo rigor a que se sometía lo exigía a sus
compañeros), de ensimismada concentración, se desbordaba en
un ansia de comunión, de amor. Entonces su humor negro se
convertía en blanco, como la negra ola al besar a la playa.
Un humor blanco, como la espuma de la vida. Y el silencio
reconcentrado se volvía un mágico, poético surtidor, lleno de
imágenes. Y es que Silvestre, como casi todos los hombres
verdaderos, era un campo de batalla. Jamás se hizo traición y
jamás traicionó la verdad contradictoria, dramática, de su
ser. En Silvestre vivían muchos interlocutores, muchas
pasiones, muchas capacidades, debilidades y finuras. "Sólo
una manera simple de considerar a los sentimientos puede
afirmar que hay sentimientos simples." Esta riqueza de
posibilidades, de adivinaciones y de impulso es lo que da a
su obra -la más importante de América-, ese aire de primer
acorde, de centella escapada de un mundo en formación. No era
fácil ordenar elementos tan ricos y dispares, de pronto; sin
embargo, toda su obra está presidida por algo que no es la
alegría, como creen algunos, ni la sátira o la ironía, como


 

creen los demás. Este elemento, el mejor y más puro, es la
piedad. La alegre piedad frente a los hombres, los animales y
las cosas. Por la piedad la obra de este hombre, tan desnudo,
tan indefenso, tan herido por el cielo y los hombres,
sobrepasa, en significaciones, a gran parte de la música
contemporánea. Y ocupa un lugar, en el corazón de nosotros,
superior al de la grandiosa pintura mexicana, que lo conoce
todo, menos la piedad. (Ni en Orozco, ni en Siqueiros, ni en
Diego hay simpatía, alegría o piedad).

El nombre de Silvestre Revueltas resuena dentro de mí como
un gran cohete de luz, como una aguda flecha que se dispersa
en plumas y sonidos, en luces, en colores, en pájaros, en
humo pálido, al chocar contra el desnudo corazón del cielo.
Era como el sabor del pueblo, como el pueblo mismo, cuando el
pueblo es pueblo y no multitud. Era como una feria de pueblo;
la iglesia, asaetada por los fuegos de artificio, plateada
por la cascada de aguas resplandecientes, fortaleza inocente
y cándida, humeante ruina que gime en los sonidos, en los
ayes de la cohetería agónica; el mágico jardín, con su fuente
y su kiosko con la música heroica, desentonada y agria; y los

 
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